por Silvia Villagómez
Como todos los jueves, salí a hacer mi caminata, pero ahora el escenario fue el parque, me fui con todas las precauciones debidas a la situación de contingencia. La tarde estaba fresca y la vegetación tenía un verde muy especial, como cuando va a llover. Mi estado de ánimo no era el mejor ese día, estaba yo sumamente preocupada, con todo mi mundo movido y cansada de toda esta situación que nos ha traído el Covid.
Necesitaba poner en orden mis pensamientos y sentimientos. Caminé buscando un lugar donde sentarme y solo encontré cuatro bancas dobles en todo el parque. Así que estaban muy cotizadas, esperé un poco y, ya sentada en la banca, estaba muy metida en mis preocupaciones, cuando llegó un hombre como de 40 años y se sentó en "mi banca". Tan pronto se sentó ¡uff! me empecé a incomodar y a preguntarme, ¿estaremos en la sana distancia adecuada? ¿cómo se atreve si estamos en pandemia? ¿se va a quedar mucho tiempo? Y encima creo que va a comer aquí, junto a mí.
El hombre, tan pronto se sentó, me volteó a ver con una sonrisa, de esas que salen del alma, y sacando su paquete de comida me dijo: Dios nunca nos abandona…. ¿Qué? ¿cómo? Esas palabras se fueron hasta el fondo de mi corazón ¡woo! Fue como una respuesta directa a mis abrumadas ideas. El hombre al ver mi cara de asombro me dijo .. -¡Sí! me siento muy agradecido pues hoy no tenía que comer y unas personas que iban a tirar esto, me lo regalaron, ¿gustas? se ve que está muy rico, mira toma con confianza.
Todas sus palabras, sus gestos y su gentileza, me fue derritiendo esa pesada nube con la que llegué. El hombre, con quien, en otro momento, yo no hubiera tenido ningún problema en compartir espacio, y con quien ahora me había negado a que se sentara cerca de mí, de pronto ya estaba cerca de mi alma, compartiendo conmigo todo lo que tenía.
Y así hablando de nuestras experiencias en los últimos meses, comenzó a platicarme como hace tres meses perdió su trabajo de lavaplatos y, obvio, al no tener trabajo, también perdió su techo, ahora vivía afuera de la iglesia. Comentó lo agradecido que estaba de haber encontrado un lugar para descansar. Su sonrisa era tan limpia y genuina que le daba mucho peso y sinceridad a sus palabras, insistía en que tomara una pieza de pollo, pero lo que él no se daba cuenta es que me estaba dando mucho más que comida.
Me recordó lo que realmente importa. Sin darse cuenta, me dio una lección de agradecimiento en tiempos difíciles. Con su sencillo ejemplo fortaleció mi esperanza. Esos 35 minutos le dieron un gran sentido a mi tarde. Cuando me levanté de la banca, mi perspectiva era totalmente otra, mis pensamientos dieron un giro. Hoy ocho días después recuerdo con emoción ese momento compartido que me ubicó y dejó marca.
Con todo y el Covid, caretas, cubrebocas y esta nebulosa donde impera la incertidumbre y el miedo, somos y seguiremos siendo seres en relación. Una tarde con sentido, una lección de logoterapia en el parque donde este maestro me vino a recordar, reforzando con su propia vida, el valor del agradecimiento, la generosidad, actitud para enfrentar las cosas y, sobre todo, el decirle sí a la vida, a pesar de las circunstancias.
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